El cielo es real: La experiencia de un doctor en la vida después de la vida
Cuando un neurocirujano se encontraba en coma,
experimentó cosas que nunca habría creído posibles: un viaje a la vida
después de la vida. Este es su relato.
por Dr. Eben Alexander / Newsweek / Ilustración: Marcelo Escobar
Como neurocirujano, no creía en las experiencias cercanas a la
muerte. Crecí en un mundo científico, era hijo de un neurocirujano.
Seguí la senda de mi padre y me convertí en neurocirujano y académico de
la Harvard Medical School y otras universidades. Entiendo lo que le
sucede al cerebro cuando las personas están cercanas a la muerte y
siempre creí que existían buenas explicaciones para los viajes fuera del
cuerpo, descritos por quienes escaparon de la muerte.
El cerebro es un mecanismo sorprendentemente sofisticado, pero
extremadamente delicado. Si se le reduce la cantidad de oxígeno a la
mínima parte, reaccionará. No era una gran sorpresa, entonces, que las
personas que habían vivido traumas severos retornaran de sus
experiencias con historias extrañas. Pero eso no significaba que
hubiesen viajado a ninguna parte realmente.
Aunque me consideraba un cristiano fiel, lo era más nominalmente que
por tener una fe verdadera. No envidiaba a quienes creen que Jesús fue
simplemente un buen hombre que sufrió en las manos del mundo. Sí
simpatizaba profundamente con quienes creen que existe un Dios en algún
lugar y que nos ama sin condiciones. De hecho, les envidiaba la
seguridad que, sin duda, les brindan esas creencias. Pero, como
científico, simplemente tenía más conocimiento como para yo mismo creer
en ello.
En el otoño de 2008, sin embargo, después de estar siete días en
coma, con la parte humana de mi cerebro, la neocorteza, desactivada,
experimenté algo tan profundo que me dio una razón científica para creer
en la conciencia después de la muerte. Sé cómo suenan estas
declaraciones a los escépticos, de modo que contaré mi historia con la
lógica y el lenguaje del científico que soy.
Una mañana desperté con un dolor de cabeza extremadamente intenso. En
cosa de horas, toda mi corteza -la parte del cerebro que controla el
pensamiento y la emoción- se había apagado. Los doctores del Lynchburg
General Hospital en Virginia, un hospital en el que yo mismo trabajaba,
determinaron que, de alguna manera, había contraído un tipo de
meningitis bacteriana muy rara, que en la mayoría de los casos ataca a
los recién nacidos. La bacteria había penetrado mis fluidos
cerebroespinales y estaba comiéndose mi cerebro.
Cuando entré a la sala de urgencias esa mañana, mis posibilidades de
sobrevivir en un estado más allá de lo vegetativo ya eran muy bajas.
Luego me sumergí en una casi no existencia. Durante siete días estuve en
un coma profundo, con mi cuerpo sin responder y mis funciones
cerebrales de alto orden completamente desconectadas.
En la mañana del séptimo día, mientras mis doctores evaluaban si continuar o no con el tratamiento, mis ojos se abrieron.
No existe ninguna explicación científica para el hecho de que
mientras mi cuerpo estaba en coma, mi mente (mi ser consciente interior)
estaba viva y en buena salud. Mientras las neuronas de mi corteza
estaban aturdidas y en completa inactividad, mi conciencia libre del
cerebro viajaba a una dimensión distinta y más grandiosa: una que jamás
soñé y la cual mi viejo yo, anterior al coma, habría estado feliz de
explicar como una imposibilidad.
Pero esa dimensión -la misma que ha sido descrita por innumerables
sujetos que han sufrido experiencias de muerte cercana y otros estados
místicos- está ahí. Existe, y lo que vi y aprendí allí me ha colocado en
un mundo literalmente nuevo: un mundo en el que somos mucho más que
nuestros cerebros y cuerpos y en donde la muerte no es el fin de la
conciencia, sino un capítulo de un viaje vasto e incalculablemente
positivo.
No soy la primera persona en descubrir pruebas de que la conciencia
existe más allá del cuerpo. Vistazos breves de este reino son tan
antiguos como la historia humana. Pero hasta donde sé, nadie había
viajado a esta dimensión (a) mientras su corteza estaba completamente
apagada, y (b) mientras su cuerpo estaba bajo constante observación
médica, como lo fue el mío durante siete días completos.
Todos los argumentos centrales contra las experiencias de muerte
cercana sugieren que son el resultado de un funcionamiento pasajero,
parcial o mínimo de la corteza. Mi experiencia, sin embargo, no se
produjo mientras mi corteza estaba funcionando mal, sino que cuando
simplemente estaba apagada. Esto queda claro a partir de la gravedad y
duración de mi meningitis y del involucramiento cortical global,
documentado por los escáneres CT y exámenes neurológicos. De acuerdo a
la actual comprensión médica del cerebro y de la mente, no había
absolutamente ninguna forma de que pudiera haber experimentado una
conciencia tenue y limitada durante mi coma, y mucho menos la odisea
híper vívida y completamente coherente que tuve.
Me tomó meses asumir lo que me había pasado. No solo la imposibilidad
médica de haber estado consciente durante mi coma, sino que -más
importante- las cosas que sucedieron en ese tiempo. Hacia el principio
de mi aventura estuve en un lugar lleno de nubes. Grandes, hinchadas, de
color rosa y blanco, que resaltaban fuertemente respecto del profundo
cielo azul oscuro.
Más altos que las nubes, multitudes de seres transparentes y
brillantes cruzaban el cielo, dejando tras de sí largas estelas. ¿Aves?
¿Angeles? Estas palabras fueron registradas más tarde, cuando escribía
mis recuerdos. Pero ninguna les hacía justicia a los seres en sí mismos,
que eran muy diferentes de cualquier cosa que hubiese conocido.
Un sonido, enorme y retumbante como un cántico glorioso, bajaba y me
pregunté si los seres alados eran quienes lo producían. Una vez más, al
pensar en eso más tarde, se me ocurrió que la dicha de estas criaturas
mientras volaban era tal, que debían hacer este ruido. El sonido era
palpable y prácticamente material, como una lluvia que se puede sentir
en la piel, pero que no te moja.
Ver y mirar no eran algo separado en el lugar en el que estaba. Podía
escuchar la belleza visual de los cuerpos plateados de esos seres que
estaban arriba de mi y podía ver la perfección surgente y gozosa de lo
que cantaban. Parecía que no se podía mirar o escuchar nada en ese mundo
sin volverse parte de ello, sin que de alguna forma misteriosa uno se
uniera a ello.
Pero el asunto se vuelve aún más raro. Durante gran parte de mi viaje
había alguien junto a mí: una mujer. Era joven y recuerdo cómo se veía
hasta en su último detalle. Tenía pómulos sobresalientes y ojos de un
azul profundo. Mechones marrón-dorados enmarcaban su rostro. Cuando la
vi por primera vez, avanzábamos juntos sobre una superficie de patrón
intricado, que, después de un momento, reconocí como el ala de una
mariposa. De hecho, había millones de mariposas a nuestro alrededor. Era
un río de vida y color, moviéndose a través del aire. La vestimenta de
la mujer era simple, como de una campesina, pero sus colores (azul
claro, índigo, y pastel melocotón y naranjo) eran abrumadoramente
vívidos, mucho más que cualquier otra cosa. Me vio con una mirada que te
hacía sentir que toda tu vida hasta ese momento había valido la pena,
sin importar lo que hubiese ocurrido. No era una mirada romántica. No
era una mirada de amistad. Era una mirada que iba más allá de todo eso,
más allá de todos los distintos compartimentos del amor que tenemos.
Sin pronunciar palabra, habló conmigo. El mensaje me atravesó como
una brisa e instantáneamente comprendí que era verdad. Lo supe de la
misma forma que sabía que el mundo en torno nuestro era real. El mensaje
estaba dividido en tres partes, y si tuviera que traducirlo a algún
lenguaje terrenal, diría que era algo así: “Tú eres amado y querido,
profundamente, por siempre”; “No tienes nada de qué temer”; “No hay nada
que puedas hacer mal”.
El mensaje me llenó de una vasta y loca sensación de alivio. Fue como
si me hubiesen dado las reglas de algún juego que había estado
practicando toda mi vida, sin nunca haberlo comprendido del todo. “Te
mostraremos muchas cosas aquí”, dijo la mujer, sin usar esas palabras
pero traspasándome directamente su esencia conceptual. “Pero en algún
momento, habrás de volver”.
En ese punto, solo tenía una pregunta.
¿De vuelta a dónde?
Una brisa cálida sopló. Una brisa divina. Ella lo cambiaba todo,
elevando al mundo alrededor mío en una octava más alto. Comencé a
hacerle preguntas, sin palabras.
¿Dónde está este lugar? ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí?
Con cada pregunta en silencio, la respuesta llegaba en una explosión
de luz, color y amor, que me atravesaba como una onda de choque. Los
pensamientos entraban directamente en mí. No eran vagos, inmateriales o
abstractos. Eran sólidos e inmediatos y mientras los recibía era capaz
de comprender, de modo instantáneo y sin esfuerzo, conceptos que me
habría tardado años de captar completamente en mi vida terrenal.
Seguí avanzando y me vi entrando en un vacío inmenso, completamente
oscuro, infinito en tamaño, pero infinitamente confortante. Negro como
la boca de un lobo, también rebosaba de luz: una luz que parecía
provenir de una esfera que ahora sentía cerca de mí. La esfera era una
especie de “intérprete” entre yo y la vasta presencia que me rodeaba.
Era como si hubiese nacido en un mundo más grande y el universo en sí
mismo era como un útero gigante, y la esfera me guiaba a través de él.
Más tarde, cuando estuve de vuelta, descubrí una cita del poeta
cristiano del siglo XVII, Henry Vaughan, que describía este lugar
mágico, este corazón enorme y negro que era hogar de lo divino: “Existe,
dicen algunos, una profunda pero deslumbrante oscuridad en Dios...”.
Eso era exactamente: una oscuridad como la tinta que también estaba
rebosante de luz.
Sé perfectamente bien lo extraordinario e increíble que parece todo
esto. Si alguien, incluso un doctor, me hubiese contado una historia así
en los viejos tiempos, habría estado seguro de que estaba bajo el
hechizo de alguna alucinación. Pero lo que me sucedió fue tan real como
cualquier hecho de mi vida. Como el día de mi boda o el nacimiento de
mis dos hijos.
Lo que me sucedió exige ser explicado.
Los físicos modernos dicen que el universo es una unidad; esto es,
que es indivisible. Aunque parezcamos vivir en un mundo de separación y
diferencia, la física nos muestra que todo objeto y evento en el
universo está completamente entretejido con todos los demás objetos y
eventos. No existe una separación real. Antes de mi experiencia estas
ideas eran abstracciones. Hoy son realidades. El universo no solo está
definido por la unidad, también -ahora lo sé- por el amor. El universo,
según lo experimenté en mi coma, era el mismo del que hablaban Einstein y
Jesús a sus modos (bien) distintos.
He sido durante décadas neurocirujano en las instituciones de mayor
prestigio en Estados Unidos. Sé que muchos de mis pares sostienen -como
yo lo hacía- la teoría de que nuestro cerebro, y en particular la
corteza, genera la conciencia y que vivimos en un universo carente de
cualquier tipo de emociones. Pero esa creencia, esa teoría, ahora está
rota frente a nuestros pies. Lo que me ocurrió la destruyó y pretendo
pasar el resto de mi vida investigando la verdadera naturaleza de la
conciencia y aclarar el hecho de que somos más, mucho más, que nuestros
cerebros, tanto a mis colegas como al resto de las personas.
Cuando el castillo de una teoría científica antigua comienza a
mostrar grietas, en un inicio nadie quiere prestar atención. El viejo
castillo simplemente tomó demasiado tiempo en construirse, y si se cae,
habrá que construir otro completamente nuevo.
Aprendí esto de primera mano cuando estaba lo suficientemente sano
para volver al mundo y hablar con otros (personas distintas de mi
esposa, Holley, y de nuestros dos hijos) sobre lo que me había sucedido.
Las miradas corteses e incrédulas, en especial de mis amigos médicos,
pronto me hicieron darme cuenta de la tarea que significaría hacer
comprender la enormidad de lo que había visto y experimentado.
Hoy en día, muchos creen que las vivas verdades espirituales de la
religión han perdido su poder y que la ciencia, y no la fe, es el camino
a la verdad. Antes de mi experiencia, ese era mi caso.
Pero ahora comprendo que tal punto de vista es demasiado simple. El
hecho es que la imagen materialista del cuerpo y el cerebro como
productores, en vez de vehículos, de la conciencia humana está
condenada. En su lugar, emergerá una nueva mirada sobre la mente y el
cuerpo, y de hecho ya está surgiendo. Esta mirada es científica y
espiritual en igual medida y valorará aquello que los más grandes
científicos de la historia han valorado siempre: la verdad.
Este nuevo cuadro de la realidad tomará mucho tiempo en pintarse. No
estará completado en mi tiempo de vida, e incluso, lo sospecho, tampoco
en el de mis hijos. De hecho, la realidad es demasiado vasta, demasiado
compleja y demasiado irreductiblemente misteriosa para hacer una pintura
completa de ella o para que alguna vez llegue a estar lista. Pero en
esencia, mostrará al universo en evolución, con muchas dimensiones, y
que es conocido hasta el último átomo por un Dios que se preocupa por
nosotros de una manera más profunda y feroz que el amor que siente
cualquier padre hacia sus hijos.
Sigo siendo doctor y hombre de ciencia, tanto como lo era antes de mi
experiencia. Pero en un nivel profundo, soy distinto a la persona que
era antes, porque tuve un vistazo de este cuadro emergente de la
realidad. Y créanme, valdrá la pena todo el trabajo que nos tomará a
nosotros, y a aquellos que vendrán después de nosotros, para agrandarlo.
Fuente
La Tercera